Escribe: Mario vargas LLosa
A continuación reproducimos un artículo reciente sobre la necesidad de reconocer al Estado Palestino en el marco del derecho internacional, el mismo que ha levantado polvareda en el ambiente sociopolítico latinoamericano e incluso mundial. Verifique usted mismo los argumentos del laureado escritor peruano Mario Vargas Llosa sobre este crucial y palpitante tema.
A continuación reproducimos un artículo reciente sobre la necesidad de reconocer al Estado Palestino en el marco del derecho internacional, el mismo que ha levantado polvareda en el ambiente sociopolítico latinoamericano e incluso mundial. Verifique usted mismo los argumentos del laureado escritor peruano Mario Vargas Llosa sobre este crucial y palpitante tema.
¿Cuál
debería ser la posición de un amigo de Israel ante al pedido del presidente
Mahmud Abbas de que la ONU reconozca a Palestina como un Estado de pleno
derecho? Convendría antes definir qué entiendo por “amigo de Israel” ya que en
esta definición caben actitudes distintas y contradictorias. A mi juicio, es
amigo de Israel quien, reconociendo el derecho a la existencia de ese país
–admirable por tantas razones– obra, en la medida de sus posibilidades, para
que ese derecho sea reconocido por sus vecinos árabes e Israel, garantizado su
presente y su futuro, pueda vivir en paz y armonía dentro de fronteras seguras
e internacionalmente reconocidas.
En
la actualidad, Israel se halla lejos de alcanzar semejante estabilidad y
seguridad. Es verdad que vive un notable progreso económico, gracias a su
desarrollo tecnológico y científico tan bien aprovechado por la industria, y
que su poderío militar supera con creces el de sus vecinos. Pero tanto en el
interior como en el exterior la sociedad israelí experimenta una crisis
profunda, como se vio hace poco en sus principales ciudades con las formidables
demostraciones de sus “indignados” que manifestaban su hartazgo con los
sacrificios y limitaciones de todo orden que impone a la sociedad civil el
estado crónico de guerra larvada en que se eterniza su existencia y el
deterioro de su imagen internacional que, probablemente, nunca se ha visto tan
dañada como en nuestros días.
El
antisemitismo no explica este desprestigio como quisieran algunos extremistas,
que divisan detrás de toda crítica a la política del gobierno de Benjamín Netanyahu
el prejuicio racista. Éste no ha desaparecido, por supuesto, porque forma parte
de la estupidez humana –el odio hacia “el otro” que se encarniza contra el
negro, el árabe, el amarillo, el gitano, el indio, el cholo, el homosexual,
etcétera–, pero la realidad es que, en nuestros días, Israel ha perdido aquella
superioridad moral que la opinión pública del mundo entero le reconocía, cuando
la imposibilidad de un acuerdo de paz entre palestinos e israelíes parecía
sobre todo culpa de aquellos, por su intolerancia a reconocer el derecho de
Israel a la existencia y su justificación del terrorismo. Ahora, la impresión
reinante y justificada es que aquella intolerancia ha cambiado de campo y el
obstáculo mayor para que se reanuden las negociaciones de paz con los
palestinos es el propio gobierno de Netanyahu y su descarado apoyo político,
militar y económico al movimiento de los colonos que sigue extendiéndose por
Cisjordania y Jerusalén oriental y encogiendo como una piel de zapa el que
sería territorio del futuro Estado palestino.
El avance y multiplicación de los asentamientos de colonos en territorio palestino, tanto en Cisjordania como en Jerusalén oriental, que no ha cesado en momento alguno, ni siquiera durante el período de cuarentena que dijo imponer el gobierno, hace que sean muy poco convincentes las declaraciones de los actuales dirigentes israelíes de que están dispuestos a aceptar una solución negociada del conflicto. ¿Cómo puede haber una negociación seria y equitativa al mismo tiempo que los colonos, armados hasta los dientes y protegidos por el Ejército, prosiguen imperturbables su conquista del Gran Israel?
En
el último viaje del primer ministro israelí a Washington, Netanyahu se permitió
desairar al presidente Obama, mandatario del país que ha sido el mejor aliado y
defensor de Israel, al que subsidia anualmente con más de tres billones de
dólares, porque Obama propuso que se reabrieran las negociaciones de paz bajo
el principio de los dos Estados, en el que el palestino tendría las fronteras anteriores
a la guerra de 1967, propuesta sensata, convalidada por la ONU y la opinión
internacional, a la que en principio ambas partes se habían declarado
dispuestas a aceptar como punto de partida de una negociación. El desaire de
Netanyahu contó con el apoyo de un sector del Congreso estadounidense y de las
corrientes más extremistas del lobby judío norteamericano, pero las encuestas
mostraron de manera inequívoca que aquella actitud prepotente debilitó aún más
la solidaridad con Israel de una parte importante de la opinión pública de los
Estados Unidos, donde la primavera árabe ha sido recibida con simpatía, como un
proceso democratizador en la región que debería, a la corta o a la larga, traer
a Israel más beneficios que perjuicios.
Creo
que a mediano o largo plazo el numantismo –convertir a Israel en un fortín
militar inexpugnable, capaz de pulverizar en caso de amenaza a todo su entorno–
y la sistemática destrucción de la sociedad palestina, desarticulándola,
cuadriculándola con muros, barreras, inspecciones, expropiaciones y reduciendo
cada vez más su espacio vital mediante el avance de las colonias de extremistas
fanáticos empeñados en resucitar el Israel bíblico, son políticas suicidas, que
ponen en peligro la supervivencia de Israel. Por lo pronto, esas políticas solo
han servido para multiplicar la tensión y crear un clima en el que en cualquier
momento podría estallar una nueva Intifada. Y, por supuesto, un nuevo conflicto
bélico en una región donde, demás está decirlo, la causa palestina tiene un respaldo
unánime. Por otro lado, una de las consecuencias más lamentables de estas
políticas, es que lo mejor que tenía Israel para mostrar al mundo –su sistema
democrático– ha perdido su carácter modélico, al ser poco menos que expropiado
por coaliciones de ultranacionalistas que, como las que sostuvieron a Sharon y
sostienen ahora a Netanyahu, han ido introduciendo reformas y exclusiones que
limitan y discriminan cada vez más la libertad y los derechos de los árabes
israelíes (casi un millón de personas), convertidos hoy en día en ciudadanos de
segunda clase.
Creo
que desde el gran fracaso de las negociaciones de Camp David y Taba del año
2000-2001, auspiciadas por el presidente Clinton, en que Arafat cometió la
insensatez de negarse a aceptar una propuesta en la que Israel reconocía el 95
por ciento de los territorios de la orilla occidental del Jordán y la franja de
Gaza y que los palestinos participaran en la administración y gobierno de
Jerusalén oriental, la sociedad israelí ha tenido un proceso de radicalización
derechista. El campo de los partidarios de la moderación, la negociación y la
paz se ha reducido hasta la inoperancia política. Ese campo fue muy fuerte e
influyente y gracias a él fueron posibles los acuerdos de Oslo, que tantas
esperanzas despertaron. Eso, en nuestros días, ha quedado tan atrás que, pese a
haber pasado tan pocos años, parece la prehistoria.
Y,
sin embargo, pese a todo, creo que hay que volver a ese camino, pues, si se
persevera en el actual, no habrá solución alguna, sino más guerra, violencia,
sufrimiento, en Palestina, Israel y todo el Medio Oriente. Para ello, es
indispensable una presión internacional que induzca a los dirigentes israelíes
a salir de su encastillamiento prepotente y los convenza de que la única
solución real saldrá no de la fuerza militar sino de una negociación seria, con
concesiones recíprocas.
El
reconocimiento del Estado palestino por las Naciones Unidas es un acto de
justicia con un pueblo cautivo en su propio país que vive una servidumbre
colonial intolerable en el siglo XXI. Reconocer este hecho no implica
justificar a las organizaciones terroristas ni a los fanáticos de Hamas que se
niegan a reconocer el derecho a la existencia de Israel, sino enviar un mensaje
de aliento a la gran mayoría de los palestinos que rechazan la violencia y
aspiran sólo a trabajar y vivir en paz, como los “indignados” israelíes. Aunque
representan ahora sólo una minoría, muchos ciudadanos de Israel están lejos de
solidarizarse con las políticas extremistas de su gobierno y luchan por la
causa de la paz. Los verdaderos amigos de Israel debemos aliarnos con ellos, en
su difícil resistencia, porque son ellos quienes advierten con lucidez y
realismo que las políticas belicistas, intolerantes, represivas y de apoyo a la
expansión de los asentamientos de Benjamín Netanyahu tendrán consecuencias
catastróficas para el futuro de Israel.
La
primavera árabe crea un contexto histórico y social que debería servir para
facilitar una solución negociada bajo el principio de los dos Estados que ambas
partes, en principio, dicen aceptar. Pero hay que poner en marcha esa
negociación cuanto antes, para evitar que los extremistas de ambos bandos
precipiten hechos de violencia que la posterguen una vez más. Podría no haber
otra oportunidad.
Madrid,
septiembre de 2011.